17/11/2021
Puntada a puntada, piazo a piazo,... daban forma a aquellos delantales que las acompañaban en su día a día. Aquel bolsillete mágico que llevaban en la parte delantera, siempre guardaba una navajilla, un impoluto moquero o un caramelo de eucalipto que usaban para aclarar la voz cuando llegaban los fríos.Cada una en su casa cuando llegaban las nevadas, pegadas a la lumbre con el pucherete humeando con aquella olisca que formaban la berza y el hueso seco del jamón. Sintiendo las cabrillas que se les hacían en las piernas, y tapadas con la toquilla que aquellas manos firmes y enjutas habían tejido, aprovechando las hebras que iban sobrando de los jerseys de los guachos.
Cada mañana se asomaban por el ventanuco de la cámara, a ver si las chimeneas de las casas vecinas habían encendido ya, para poner los puches calenticos que entonasen el cuerpo por dentro. Y es que no hacía falta verse para sentirse, el rescoldo de la amiga calentaba el alma como la brasa mantiene cerca a las cenizas.
Y en llegando la fiesta, cambiaban el delantal por el mandil, y se apañaban el pelo y la bata de flores, para ir a la plaza a guisar gachas para la juventud que acudía por los días de la virgen de agosto, a un valle que ya entonces empezaba a sentir la soledad y el vacío de la marcha.
Aquellas mujeres fueron fuerza, trabajo y esperanza, en una época en que el mundo las callaba y ninguneaba por simplemente, haber nacido mujeres en casa de zurrón con apenas un mendrugo de pan y una frasquilla de vino.
Dejar que el aire roce con mi piel desnuda, o incluso la azote con minúsculos granos de arena, dándome la posibilidad de sentir cada pequeño resquicio de mi cuerpo vivo, cada pliegue de mi piel, cada minuto de placer al sentir la vida.
Sumergirme en el agua fría, dejando que el mar me abrace, me rodee, me impulse a entrar más adentro para sentir la inmensidad del mundo que antes me pareció pequeño. Saber que ese instante, este, es el más importante para sentir la vida.
Aprender a vivir valorando, mi único y preciado bien, la vida
Saturnina y sus recuerdos del valle
Muchos años después, Saturnina, sentada a la puerta de su casa bajo el tilo que su padre plantó años atrás, recordaba aquellas tardes de verano sentada en la silla de cuerda sobre una trilla que giraba despacio sobre la parva en la era.
El pueblo era entonces un lugar lleno de vida que se extendía alrededor de la iglesia, dando color al valle dibujado con pinos y carrascas por donde transcurría el caudaloso río. La vida era sencilla y difícil al tiempo, las estaciones se sucedían entre el trabajo en el campo y el tiempo al calor de la lumbre, con los pucheros humeantes repletos de berzas y escasos de carne, y es que entonces eran pocos los restos del gorrino que se guardaban en las orzas con aceite, porque la parte magra había que llevársela al señorito que disfrutaba sobremanera de aquellos manjares criados en su tierra.
La chiquillería corría por el arreñal cuando don Daniel, el maestro, tocaba la campanilla que guardaba en el bolsillo cubierta por un moquero bordado con sus iniciales. La orilla del río les esperaba para colocar pequeñas ramas de esparto untadas con la liga que habían fabricado la tarde anterior; las tardes las pasaban deshaciendo las suelas de los zapatos viejos con aceite, en una lata de tomate que se colocaba sobre las pequeñas trébedes que les dejaba la señora Nemesia a cambio de alguna captura, y es que si conseguían cazar algún jilguero, esa noche cenarían pajarillos fritos, repelando los huesecillos despacio, intentando alargar las veladas de alegría en familia a la luz del candil.
—¿Qué piensas, Saturnina, que paeces obnubilá mirando pa las riscas? —dijo Ulpiano, que volvía para su casa con la azada al hombro.
—Aquí estoy, esperando que el Señor me lleve pa no dar más tarea a mis hijas, que ya tienen bastante faena en la capital —le contestó Saturnina, poniendo las manos juntas sobre los bolsillos del mandil.
—¡Hala, mujer, ya será menos, si estás igual que cuando eras moza y bailabas con Tomás pa San Roque! —le contestó Ulpiano, mientras seguía caminando y levantaba la mano con un gesto de quitarle importancia a sus palabras.
Aquella conversación le recordó a Saturnina los días de la fiesta de agosto, cuando andaba de novia con Tomás y se agarraban para bailar el pasodoble, al ritmo que marcaba Pascual con el acordeón después de la procesión del santo.
La plaza se llenaba de mozos y mozas que se vestían con los sayos del domingo, y que eran seguidos por cientos de ojos que les miraban desde los bancos de alrededor, como si fuesen a cometer algún otro delito que apretarse con fuerza buscando el roce de piel.
Esos días solo se iba a los huertos por la mañana, antes de que empezaran a tocar las campanas de la iglesia. Tres veces tocaban, con la primera había que estar llegando a la casa, en la segunda ya tenían que estar acicalados, con el cuello limpio y las manos sin verdín, y en la tercera, entrando por el umbral de la puerta de la iglesia, donde se escuchaba a las mujeres cantar: ¡Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa…! Las mujeres se sentaban en los bancos de la derecha, los hombres, en los de la izquierda. Los señoritos se sentaban delante, en los bancos que tenían los cojines que Valentina había hecho de ganchillo con las hebras que le iban guardando las otras mujeres, y que lavaba cada semana para que estuviesen vistosos como el primer día que los llevó.
—¿Cómo andas Saturnina? Estos días de calina estarás mejor de la astrosis —le dijo Nicanor, que volvía de limpiar la fuente, con la ropa llena de mugre.
—Pos no creas, que esta mañana me ha costao levantarme de la cama por el dolor aquí en el costao —le contestó Saturnina, señalándose la parte izquierda del abdomen.
—Voy pa la casa, que la Mari ya me tendrá preparao el potaje de viernes. Qué mujer, que siendo cuaresma o no, me tiene que poner verde para comer cada semana. Habrá que echarse un traguete de vino de la bota pa que baje —iba diciendo Nicanor mientras seguía andando a paso ligero.
Aquel peso del pasado era para Saturnina un dolor en el pecho que a veces le impedía casi respirar, y es que aquel tiempo donde no podían tener más bien que su persona, porque todo lo material se lo podía llevar el señorito si acaso se encaprichaba de ello, le dolía recordando a los que ya no estaban pasando el verano en el valle, sobre todo a Tomás. Entonces le vinieron a la cabeza las tardes de otoño, cuando los chopos empezaban a pintarse de ocres y amarillos.
En la parte baja del pueblo, había un molino. Tenía el suelo de madera oscura y sonaba como quejándose cuando pisabas sobre él. Aquel lugar era el sitio de reunión de los hombres cada tarde, unos jugaban al truque, otros contaban historias de mili y viajes no realizados, otros fanfarroneaban con conquistas de mozas de los pueblos vecinos.
A los muchachos les gustaba jugar en los alrededores de aquel lugar, esconderse entre las matas que rodeaban el estanque o hacer danzas sobre el borde, por ser algo prohibido, con un escriño en la cabeza haciéndoles ir a oscuras. Las muchachas se sentaban con la espalda pegada a la pared enjalbegada, a pintar con un trozo de jorguín nombres y dibujos sobre cualquier canto. Otras, como Saturnina, leían lo que encontraban, unos días eran libros, otros panfletos y algunos esquelas. Pero entonces leer era algo más que estar simplemente, era soñar pensando que mañana iba a cambiar.
—¡Y cambió! —suspiró Saturnina. Echando de menos la vida de entonces, y el bullicio que hoy no es más que silencio.
* Este relato se publica para el concurso de historias rurales de Zenda Libros
A esa casa vacía… a esas abuelas que nos enseñaron a soñar
La casa llevaba cerrada desde el funeral de la abuela. Un día gris en el que recorrimos el camino embarrado entre lánguidos cipreses, caminando detrás de un coche negro que la llevaba a aquel lugar, sabiendo que a ella no le gustaría descansar en aquella tierra del cementerio nuevo, sino entre las cuatro paredes llenas de zarzales más allá del río donde estaban sus padres, y de los que siempre nos hablaba en aquellas tertulias de lumbre, toquilla, puchero y cabrillas en las piernas.
Abrir la puerta de la cámara era para mí casi un reto, porque suponía enfrentarme a un pasado que, pese a saber cercano había dejado abandonado en el fondo del corazón y más allá de lo que mi mente recordaba. Me empequeñecí frente a la puerta, como si tuviese apenas siete años, con las bragas que la abuela me había hecho con aguja de ganchillo llenas de agujeros, y con un lazo rosa que recorría las jaretas. Confieso que nunca me gustaron, pero nunca protesté porque sabía del amor que guardaban aquellos dedos, que parecían bailar una danza con la aguja acompañando a la hebra, pese a las secuelas que aquella artritis había dejado en sus manos aún recias entonces…
… Aquellas manos, abuela, aún hoy las siento acariciarme la cabeza y me hacen sentir algunas noches que aún estás conmigo. Frente a aquella puerta fui otra vez la niña de pelo trenzado con unas carnejas, que llevaba en la mano un escriño lleno de ababoles para darle de comer al pequeño conejo que pasó su vida en una jaula, y que un día lo encontré desollado colgando del techo de la despensa. Sé que me dijiste que no era él, pero no te creí, de aquellos recuerdos hoy me quedan solo imágenes inconexas llenas de personas que no me acompañan ya hoy. Recuerdo las varas que pendían del techo de la cocina, de aquella cocina que no tenía ventana a la calle, que se engrosaban los días de matanza, cuando el rojo de la sangre teñía las acequias y la alegría de la familia llenaba la despensa de chorizos, güeñas, algún somarro y un par de brazuelos, mientras mi madre removía la sangre en el caldero sobre la lumbre, y tú preparabas unos puches para la merienda de la chiquillería que jugaba con el rabo del gorrino como si de un trofeo se tratase.
Lo intenté varias veces, pero el tacto con el pomo metálico y frío me dejaba de nuevo inmóvil, como cuando llegué a la plaza del pueblo unas horas antes. Esa plaza que de niña me parecía la más grande y luminosa que mis ojos habían visto, y en la que hoy no he visto otra cosa que un recinto entre casas, cuyas paredes mostraban desconchones como heridas que hacen el tiempo y las heladas del invierno. De una vez, giré la mano y aquel olor volvió a recordarme en su regazo. La luz era la que entraba por las rendijas de las tejas…
… El ambiente eras tú. Me senté en el poyete de la pared para contarte lo que había pasado en aquel tiempo, para que supieses que terminé la carrera como tú querías, la primera mujer de la familia que llegaba a la universidad. Que me casé y que llevo un hijo en mi vientre, que hoy he querido traer para que conocieses, porque ahora más que nunca te echo de menos sabiendo que no podrá olerte nunca, ni sentirte, pero que haré que te quiera como yo lo hago en este espacio hoy. Un espacio que se ha tornado frío. Ya no hay niños y niñas en la calle jugando, el río ya no tiene cangrejos y el agua ya no suena, la fuente está llena de ova y no hay cántaros guardando su turno al pie del caño. La vida se fue con vosotros del pueblo, pero nuestros sueños se forjaron entre estas cuatro paredes, que hoy no son más que silencio.
Y a este lugar vuelvo hoy, con un sueño nuevo.
04-11-2018
Vivir es mecerse entre las espinas, dejándose llevar por la belleza infinita de las gotas del rocío... vivir es dejar crecer lo que guardan tus hojas en el interior del corazón...
16-05-2018
Por fuera la piel era fuerte, parecía curtida, sin marcas y sin muestras de sufrimiento.
Sin embargo más adentro el daño era grande, sentía su cuerpo como un rollo de papel que habían taladrado, y que pese a quitar la primera capa, la segunda, ... la penúltima, siempre quedaba una señal de aquel dolor, de aquella palabra, de aquel no abrazo... de aquel sueño perdido...
27-02-2018
No llueve, no llueve afuera, aunque creas que sientes las gotas caer sobre tu piel no es la lluvia, es el frío que recorre tu cuerpo por dentro.
No llueve, no hay ni una brizna de humedad afuera, aunque veas el suelo humedecido, no es más que el desgaste del tiempo que llevas dentro y que te hace cambiar los tonos a lo que sucede al descubierto.
No llueve, no es el viento quien mueve tu cuerpo, aunque sientas que el sendero te bambolea, lo que sucede está siendo adentro, tanto, que ni siquiera estás siendo capaz de temerlo.
Ella dibuja cada mañana en su cabeza ese plano de coordenadas, de manera rápida buscando el horizonte sobre un valor que debe rondar el infinito o quizá no estar aquí por haberse transportado al plano complejo.
Como un ajedrez que rompe su pauta y simetría se abre entre bóvedas el camino al día. Paso sobre paso, en silencio, transcurre el caminar sobre las baldosas negras. Con celeridad, a solas pese a estar rodeada de personas, sin pensar en la forma del camino sino únicamente en la llegada al final.
Angustia de respirar aire viciado, caliente, que huele y sientes que atraviesa tus entrañas para dormir dentro de tí. Cada mañana, cada tarde un caminar entre blanco y negro en aquel abismo bajo tierra.
...
Así es el metro en Madrid...
Los abuelos eran jóvenes por entonces, y yo era pequeñita. No hubo colegio, nos quedamos en casa, recuerdo el silencio de casa solo roto por las noticias de la radio de vez en cuando. No puedo decir qué haría la gente en la calle, porque al menos en nuestra casa no salimos.
Poco sabíamos de la familia de fuera, el teléfono por entonces era caro y en casa se miraba la peseta que se gastaba, porque se valoraba casi como oro.
Vuestros bisabuelos guardaron símbolos de la guerra como si hubiese que ocultar algo más que el alma. Recuerdo una lata de conserva que escondía dinero republicano que ya entonces carecía de valor pero que te marcaba un pasado. En el otro bando, se guardaron cuadros e insignias bajo aquella baldosa que se movía a los pies de la cama. Guardaban el pasado de dos bandos de hermanos que vieron correr la sangre de los que querían, guardaron los recuerdos de las heridas, por miedo a que aquello, aquello que parecía haber sucedido en un segundo de tiempo y que se llamaba golpe de estado, pudiera romper los sueños que por entonces todos teníamos y desdibujar toda una vida.
Entonces hijos, no había redes y menos internet. Viajábamos mirando imágenes en la enciclopedia, veíamos el mar cuando nuestros padres hacían un esfuerzo y en el coche íbamos siete camino de la playa, o salíamos a comer fuera de casa en bodas y comuniones. Pero teníamos sueños por viajar a París, saborear el agua del mar o ir a un restaurante con un señor que tuviese un traje elegante y te diese la carta con cuidado. Pero ahora las redes nos acercan a todo, tanto lo cierto como lo falso, haciendo que aquel que no es capaz de discernir encienda su llama para construir en lugar de destruir sin reflexión alguna.
Ahora, hemos perdido esa emoción de las situaciones no vividas porque la red nos acerca a todo, hemos entumecido nuestros sentidos, y hemos dejado el futuro en manos de una clase política poco digna de sentarse representando a una sociedad. Siento que gran parte de la sociedad son marionetas que han perdido la emoción y se sumergen en el desasosiego.
Queridos hijos, tengo miedo y necesito decíroslo para que pase lo que pase siempre penséis por vosotros mismos. No os creáis todo lo que veis. Nos os dejéis llevar por los discursos vacíos y a la vez llenos de consignas ideológicas.
Quered a vuestros hermanos, y con este sustantivo incluyo a toda la gente de bien que os rodea. Haced el bien por el de al lado, y no provoquéis nunca al amigo ni al enemigo, utilizad el diálogo para construir.
Y yo quiero poder seguir educándoos con la emoción de vivir el mañana, con la alegría de quien logra cumplir un sueño y con la vida, que hoy gracias a todos los que soñaron puedo compartir con vosotros.
Será que el cielo escucha y dibuja los días como los sientes por dentro, o será que sientes de acuerdo a lo que te dan los días. Sea como fuere, es lindo el sentimiento que hoy llevo por dentro.
Llueve, y el agua recorre de manera rápida los bordes de las calles mientras limpia lo que a su paso discurre, se siente libre pese a que la velocidad la dirige de manera veloz calle abajo.
Llueve fuera y yo siento dentro...
Seguía corriendo, era el tercer toque de la campana. Sabía que sus amigas estaban dentro, sentadas, con las manos sobre las palmas ocre sobre las que lucían lazos de absurdos colores. No quería llegar, al tiempo que sabía tenía que hacerlo.
Bajo el vestido blanco dibujado de flores azules de distintos tamaños y formas, llevaba aquellas bragas y camiseta a juego que le limitaba su esencia personal. La tía abuela había hecho, ganchillo a ganchillo, segundo a segundo, marcando las horas de la tarde incompleta.
Nada le dejaba ser ella misma.
Pero corría esperando que allí adentro del frío de la Iglesia del Salvador, le encontrase a Él con el que hablaba sin necesidad de contar con nadie, ni de vestirse como si fuese nadie, ni de soñar como si nadie escuchase sus más íntimos y personales deseos.
Al entrar el cerrojo de la puerta delató su presencia, y la aldaba sonó cual sollozo sobre el bronce. Algunos se volvieron para mirar a aquella que llegó tarde, pero sin mirar alrededor buscó su presencia y allí estaba. Subido al asno, bajo su capa blanca a la que habían adornado con absurdos dorados que no acompañaban ni siquiera el momento histórico de la imagen. Ella le miró y Él le devolvió la mirada, como cada Domingo de Ramos, cuando ella no era Ella ni él podía ser Él!
Y ese día, sientes que las cosas van zarpando a la búsqueda de mejores puertos, donde los barcos pueden dejar ondear las velas
Aún sabiendo que el tiempo malgastado nunca volverá, disponte a vivir con fuerza lo que queda de vida.
No escuches a los que entregan su alma, predicando palabras contrarias desde su boca.
No vivas espejismos en mares de sal roja, busca el frescor de la brisa transparente.
Porque eso será la definición de vivir, no teniendo que sentir como Edith, esposa de Lot, al mirar atrás.
Porque la oruga, un día se resguarda del mundo y de todos, y teje con paciencia su capullo para nacer de nuevo, y es que este animal tiene esa opción de nacer una vez más sintiéndose bella y libre. Porque la oruga vive y espera ser mariposa algún día, con paciencia, despacito, y sabiendo que pase lo que pase emprenderá el vuelo.
y para sentir mis ropas secas y confortables, antes tuve que caminar bajo la lluvia sabiendo que aunque mirase hacia el cielo no podría ver los rayos del sol;
y para sentir el calor bajo mi manta, antes caminé por aquel campo infértil que cubría sus surcos con el frío rocío de la mañana;
y para ver el amanecer, antes tuvo que venir la noche a envolverme haciéndome sentir miedo;
y para navegar sabiendo que el mar está en calma, antes viví la tempestad soltando amarras que pese al movimiento lastraban mi cuerpo al fondo;
y no quiero sentir la vida tras haber sentido la muerte, antes tuve que sentir que tras la tormenta siempre aparece la luz.
Así era la mañana, la sensación bajo los pies húmedos.
Amarillo, sobre la montaña del caolín. Templado, sobre las copas desnudas de los nogales.
Así era el atardecer, el caminar sobre el legío tras el sol que se esconde.
Negro, sobre los tejados. Cálido, sobre las chimeneas humeantes.
Así era la noche, las ganas de estar frente al calor del hogar.
A veces ves el río pasar, y sientes que no sientes, que tus sentidos se han marchado lejos, que las sensaciones saben a vacío, que los sentimientos huelen a silencio...
A veces ves el río pasar...
Y las hembras se mantienen quietas, ciervas, muflonas y cabras, discretas, más pequeñas y de pelaje rudo.
Y allí arriba en el rincón, se asoman al nacimiento del Escabas, que suena, que invita a la vida. Y bajo el boj, las egagrópilas del águila culebrera, que cierra sus ojos amarillos bajo el sol del otoño.
Y siguen los jarotes, hacia Lagunillos buscando aliviar su hambre y sed bajo las ramas del sauce llorón, que hoy comparte su sombra con las risas de los niños.
Los días son iguales, iguales los olores y los colores que te rodean.
Las personas son distintas, distintos rostros y distintas vivencias tras cada una de esas miradas.
Pero dónde está el sentido de la libertad?
Los niños no pueden ir solos, por el miedo que el hombre causa en el hombre.
Los adultos van solos, infinitamente solos porque la ciudad no abriga a las personas.
No hay libertad! Ni desde dentro ni desde fuera!
Sentir la soga que deja el camino de no más de dos metros, y sentir que mañana a lo mejor hasta es más corta.
Y dónde sentir la libertad? A dónde buscarla si es que todavía existe en aquel lugar?
Y el día continúa, roto por un sonido lejos de lo natural, un pitido que anuncia la llegada del panadero, o el frutero, o cualquier comerciante que provoca las primeras conversaciones en la plaza, bajo la sombra de la pared de la iglesia. Y comienzan a salir los niños, cuyo sonido no puede ser otro que las risas de la vida, la esperanza de un mañana dichoso.
Y más silencio, una azada que rompe sobre el árido terreno que le falta agua, porque es ese el sonido que se echa en falta, el agua abriéndose camino sobre la caliza que está más seca que aquellos días de invierno que dejaba escurrir sobre su manto la lluvia a raudales.
A lo lejos podría ser un carpintero, que imagino de colores buscando algún pequeño animalillo en el tronco seco, un jilguero o un gorrión que aletean bajo los tejados. No hay ruido urbano, no hay constancia en el sonido solo en el silencio.
Y ahora solo queda el autillo, lejos, oscuro, preparando el mayor de los silencios, que prepara el mañana, ese que aún hoy no sabemos si vendrá entre bullicio o respetando el silencio.
A la izquierda Uña, al abrigo de las rocas que la abrazan y protegen de un valle, que viene frío, y que entre regatos deja salir el agua por las grietas que la caliza permite brotar cual lágrimas que dan vida.
Y huele a paz y se oye el silencio, entre valles verdes a la sombra del pino rodeno, que se encumbra hacia el cielo como si quisiera volar sin mirar abajo la raíz sedienta de vientos que le ata.
Y los jarotes ven pasar el tiempo, entre recuerdos de señores y guardas que protegen al amo sin ver más sentimientos, porque los sentires duelen y no se los llevó el paso fugaz de los que hoy vivieron...
Y su historia acallada, por mil y una razones que aún hoy guardan dentro, pero que algún día, alguna pluma, algún papel hará que el grito silencioso brame como el ciervo lo hace sobre los pinares yermos.
Desde la recta de los puestos, por el vado de Fuentealbilla, a subir a la Railla, cruzamos al mirador de Uña, por la ceja hasta el cerro pajarejo, pasando por la ceja del Collao, bajamos a la risquilla, fuente del mosquito...
Y saber que el tiempo no ha de volver atrás y que los errores viven y apresan, cual luciérnaga que vuela mostrando la luz tenue en movimiento, pareciendo que desaparecerá y que sin embargo aparece cada segundo por detrás de las ramas (...)
A veces... las palabras no son capaces de decir lo que sientes, cuando quieres decirle a alguien que el camino sigue y que juntos es más fácil dar pasos.
A veces... me gustaría ser poeta para poner música de violín al pasado y percusión al futuro, al tiempo que recitase palabras de ánimo.
A veces... quiero gritar y sin embargo callo, porque parezco cansada y no es así porque más que entonces tengo fuerza para subir montañas gracias a la experiencia enseñada.
A veces... la vida nos pone demasiadas pruebas que se convierten en obstáculos, pero si la compañía es adecuada podemos seguir soñando horizontes de estrellas.
A veces... no entiendo a los hombres que entorpecen mundos de colores, pero a ellos... a esos hombres es a los que debemos enseñar que pese a todo nosotros seguimos viendo arcoiris en días de tormenta...
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